Abuelos
El bloc del cartero
Las fiestas familiares son ocasión para el reencuentro. Entre otros, con los abuelos, de los que las particulares circunstancias de la vida en este siglo XXI alejan cada vez a más nietos, reduciendo su contacto a unas pocas fechas señaladas que casi siempre pasan demasiado deprisa. En este contexto adquieren un valor especial las experiencias de quienes sí pueden acceder al caudal de memoria y afecto que los abuelos representan, y que ponderan dos lectoras, una aún joven y la otra ya no tanto. Sirvan sus testimonios para que devolvamos a ese patrimonio vital su valor debido, para que procuremos que nuestros hijos no lo pierdan; para que procuren, aquellos que aún están a tiempo, aprovecharlo y atesorarlo en su propia memoria. Aunque implique apartar por un instante la mirada del móvil.
LA CARTA DE LA SEMANA
La Nochebuena de Armandito
Armandito era un enteco, triste y pálido joven de 21 años que tocaba la guitarra cuando podía salir de la cama y andar con muletas. Su ínfima y vacía casa madrileña era la casa de la pena, rodeada de vaquerías y despachos de leche con abundancia de moscas. Padecía un cáncer óseo que lo tenía postrado y había perdido una pierna en una operación. Armandito transmitía su precario repertorio a sus pocos alumnos. Cobraba por sus clases 25 pesetas al mes. Su padre, un músico militar que perdió su carrera en 1939 por ser republicano, daba clases de solfeo para subsistir. Antes había perdido su casa de Cuatro Caminos, bombardeada por los nacionales. Ahogaba en alcohol su sórdida vida sin horizonte. A veces se caía en la calle por algún ataque epiléptico, destrozándose la lengua con los dientes. Yo fui un fugaz alumno de Armandito. Regresando de Londres volví a su casa a finales de diciembre de 1952 para reanudar mis clases. Ya no estaba: había muerto en Nochebuena. Su corta vida no fue sino un largo y sombrío invierno que no conoció primavera.
Juan Antonio Pérez-Bustamante (Cádiz)
Por qué la he premiado… Por el recuerdo de una de esas vidas que nos enseñan a valorar, en días de recogimiento y balance, la que nos ha tocado en suerte.
Maestros
Los maestros ya no nos asustamos de nada. Estamos acostumbrados a que nuestro horario incluya todo lo que no funciona: educación para la salud, igualdad, inclusión (tantas cosas por incluir), ¿ciudadanía?, tolerancia (también sexual) y cualquier cosa que se les ocurra… a ustedes y a sus señorías. Todo es responsabilidad del maestro. Desde 1985 hemos nadado en el oleaje de -y sobrevivido a- las sucesivas leyes orgánicas: LOECE, LODE, LOGSE, LOCE, LOE y LOMCE. Al fin y al cabo solo -y solos- somos los parias de la educación: maestros de primera enseñanza, profesores de EGB, graduados en educación: gente sin nota en selectividad. Y, entre nosotros, alguien se encarga de alimentar las diferencias: funcionarios de la pública, trabajadores de la concertada o profesionales (todos los somos) de la privada. Por fortuna, aún nos une una palabra: magisterio. Enseñar lo que hay que hacer es una forma de docencia. Otra es enseñar lo que no. Eso lo hacen muy bien nuestros gobernantes. Entre ellos hay de todo: diputados con currículum engordado a base de títulos dudosos; imputados o encausados; ganapanes y macarras con vocabulario soez; vividores y listillos; evasores de impuestos. Quizá estos sean la minoría ruidosa. Los maestros somos la mayoría silenciosa, la que acata, cumple, se adapta siempre. Ah, se me olvidaba: la noticia importante es que Fernando Alonso ha dejado la Fórmula 1.
Roberto Á. Glez. Gómez (Valladolid)
Ojalá, inmortales
No sé cómo, pero siempre terminamos hablando de lo mismo; de su infancia, de sus ‘batallitas’ y de cómo era su día a día (tan diferente del nuestro). Es por esos momentos por los que desearía que mis abuelos fuesen inmortales, o un poco más longevos. Ojalá. Me parece injusto que precisamente cuando tienes la capacidad y la madurez idóneas para pasarte horas escuchándolos, ellos sean ya muy mayores. Tengo 17 años y doy gracias cada día por tener unos abuelos tan sanos. No puedo negar lo que siento cada vez que los visito. Es un sentimiento indescriptible, pero que la mayoría hemos sentido alguna vez. Por eso jamás rechazaré una historia de las suyas, de esas que te meten en el papel de protagonista como ninguna película o novela pueden. Ojalá. Ojalá, inmortales.
Paula G. O. (Bilbao)
Cuánto hemos perdido
Sábado. Era el día de la casa de los abuelos. Siempre. Comida riquísima, conversaciones. Un poco de Heidi, Marco o los Payasos de la Tele; más tarde, películas de cowboys. Único día de la semana de tele. Juegos de cartas interminables; pintura en la mesa todos juntos. No interrupciones, no tabletas, no móviles. No han pasado tantos años de los tiempos ‘egeberos’ y, ahora, esas viejas tardes de sábado, desaparecidas, no existen para nuestros hijos. Todo ha cambiado con los móviles y demás. Cuánto hemos perdido.
Elena Fernández, Argüeso (Santander)
El desdén por la cultura
Desdén es indiferencia o desprecio hacia una persona o cosa. ¿Se puede dar con respecto a la cultura? «En España hay desdén por la cultura. Ese desdén está en el epicentro de todos los escombros, de todas las ruinas, de todos los fracasos colectivos». (De un artículo de Manuel Rivas). Un síntoma del desdén por la cultura es el empleo de esa palabra como comodín para todo tipo de significaciones. Por ejemplo, «cultura de la diversión», «cultura del trabajo», «cultura de consumo»… De ese modo, ‘cultura’ acaba por no significar nada, por ser un concepto vacío. Otro síntoma es la devaluación progresiva de los concursos de ‘conocimientos’ en televisión. Hoy ganan grandes sumas de dinero personas que no saben hacer la o con un canuto; nada que ver con los exigentes concursos para personas cultas (algunas sin estudios académicos) de tiempos pasados. Un buen ejemplo es el de Secundino Gallego, bedel de la Universidad de Barcelona, que se hizo famoso cuando concursó en 1970 en el programa Las diez de últimas. El concursante podía proponer el tema de las preguntas. Secundino demostró que lo sabía todo sobre los pájaros, incluido distinguir a todos por su canto.
Pedro García, Sant Feliú de Guíxols (Gerona)
Un beso, una sonrisa
Espero al tranvía. Viene abarrotado. Me siento, porque alguien me cede cortésmente su plaza. Sin duda, mis 87 años se hacen patentes. Otra parada. Entra un grupo de jóvenes. Entre ellos, una agraciada muchacha levanta la mano y reclama la atención: «Somos el grupo Rasmia de poesía joven de Zaragoza y estamos inundando con nuestra lírica todos los ambientes de la ciudad». Y comienza su recital: es una denuncia de nuestro estúpido consumismo, y las estrofas, arropadas por el estribillo «Compra, gasta, consume», toman como temas la Navidad, el outlet, Black Friday, San Valentín, días del Padre, de la Madre, Enamorados, rebajas… Termina: «¿Esto nos hace felices? ¡No, nos esclaviza! Compra sonrisas, gasta abrazos, consume alegría». Todos aplaudimos. Me levanto y digo a la muchacha: me ha gustado mucho, te voy a dar un beso. Queda sorprendida. Se lo doy y me dirijo a la salida, porque anuncian mi destino. No obstante, vuelvo la cabeza temiendo haber molestado a la muchacha, pero ella me envuelve en una cálida sonrisa. Me apeo. El tranvía se aleja y el tañido de su prosaico timbre me suena a campanas de gloria.
José Osácar Flaquer (Zaragoza)
Lo importante es leer
Los eruditos literarios siempre han estado diferenciando la alta literatura (el llamado ‘canon’) de la baja. La que, dicen algunos, pertenece al mundo best seller. Libros consumidos como comida basura y rápidamente olvidados, sin que dejen poso en el lector. Esto no es del todo cierto, pero viendo en las noticias que solo un 40 por ciento de los españoles lee y, en su mayoría, gente mayor, y que los libros de papel tienen fecha de caducidad ante el empuje del libro electrónico, me planteo un debate: lo importante es leer. Sea lo que sea, incluyendo libros que desprestigian el oficio de escritor. No hablo de todos los best sellers, sino de libros escritos por youtubers y estrellas casposas de tele. Para evitar que la literatura desaparezca, hay que ser permisivo con esta otra literatura. O, además de leer, enseñar criterios que fomenten la buena lectura.
Jorge Palicio Expósito, Gijón (Asturias)
Una película para cavilar
Hace unos días vi El insulto, del director libanés Ziad Doueiri, una película que bucea con soltura e inteligencia en las turbias y peligrosas aguas del enfrentamiento, el rencor y el desprecio étnico; un filme que invita a la reflexión sobre los efectos generados por la inducción de sentimientos asentados en el prejuicio y el resentimiento; un filme que habla de la hipocresía y el oportunismo político; que aboga por cerrar la puerta al odio para dar paso a la razón, el entendimiento y la convivencia. En definitiva, una película recomendable para cavilar acerca de los torrentes de animadversión y hostilidad que discurren cada día con más fuerza, poniendo en riesgo el acuerdo en favor de la cohesión y la prosperidad.
Víctor Luri Martín (Correo electrónico)
El bogavante
Tuviste la desgracia de nacer en un sitio equivocado. Nadabas por las profundidades del medio marino, a tus anchas, comiendo lo que te gustaba, pero un día unos pescadores, con sus redes, te atraparon, te metieron en una caja, te llevaron a la lonja y, con otros muchos conocidos, te subastaron al mejor postor. No sabías qué pasaba a tu alrededor: jamás habías tenido contacto con seres humanos. A lo sumo, una vez viste a unos buceadores tratando de coger alguna buena foto para ilustrar un libro sobre las bellezas que esconde el mar. Y ahora, en el fragor de la lonja, entre voces y carreras, paletadas de nieve y chorros de agua, esperas tu destino mientras vives angustiado con problemas de respiración fuera del agua. En una furgoneta oscura, entre cajas de plástico apiladas, viajas hasta el supermercado, donde en exposición te pondrán un precio y te venderán a unas personas que, en la cena de fin de año, habrán presumido de menú entre sus invitados. Y mientras llega el momento de tu venta, peso y envasado, te han situado en un mostrador sobre una gruesa capa de hielo que estremece tu cuerpo y lo congela. Para más inri, te han atado con una vulgar cinta de plástico, tus apéndices, para que no comas de otros peces muertos y estropees una mercancía que no podrá ser vendida. ¡No naciste para tanta desdicha, bogavante!
Cayetano Peláez, La Manga del Mar Menor (Murcia)