Neuroderechos
EL BLOC DEL CARTERO
Resulta evidente desde hace ya un tiempo: nuestras mentes son el campo de batalla en el que se dirimen los conflictos entre poderes de todo tipo: políticos, sociales, económicos… El acceso a nuestros procesos mentales, su condicionamiento y su estímulo, a través de herramientas tecnológicas de alta potencia, forma parte de la agenda y la estrategia de compañías mercantiles, partidos, medios, gobiernos y movimientos diversos: populistas, religiosos, terroristas… Frente a lo que no es ya una teoría, sino una praxis que incide de forma devastadora en la vida de cientos de millones de personas, la inacción legal y de los poderes públicos es pasmosa. Como apunta un lector, tal vez algún legislador debería ir pensando en velar por unos mínimos ‘neuroderechos’, antes de que sea demasiado tarde.
LA CARTA DE LA SEMANA
Mi primera vacuna
Ahora, observando todos los movimientos y la gran operación mundial para hacer llegar a todos la vacuna del coronavirus, he recordado mi primera vacuna. La de la viruela. Tenía 7 años y vivíamos en una aldea del interior de Orense. Para llegar a ella, tras un viaje en autobús, teníamos una larga caminata por sendas con barro y piedras. Mi padre ejercía allí de maestro. Un día, en la escuela, nos puso a todos en fila y uno tras otro llegábamos hasta su mesa con un brazo descubierto, él desinfectaba con alcohol una zona del mismo, para después con una especie de plumilla que impregnaba en un frasquito hacernos una incisión en el brazo. Ninguna queja y cada uno volvíamos a nuestro sitio en silencio. Luego, la costra y la marca para toda la vida. En aquel pueblo no había luz eléctrica, no había médico, no había botica. El maestro era el que tenía un remedio para un dolor, el que ponía las inyecciones que recetaba el médico rural. Era el que medía las fincas, hacía documentos de compraventa, redactaba un testamento o ayudaba al que le pedía un consejo. Un hombre querido y respetado. El que nos puso la primera vacuna a muchos, que ahora ya ancianos esperamos la que quizá sea la última. Mientras, mi corazón está en Boston junto con mis hijos y nietas, viviendo en la lejanía el gran esfuerzo y los días de 18 horas de trabajo, sin festivos ni vacaciones, que el padre de mis nietas junto con sus compañeros han llevado a cabo para sacar una vacuna. Gracias por vuestro esfuerzo. Vosotros en este nuevo tiempo sois grandes, como lo fue mi padre hace un montón de años en su humildad.
Olga González RodrÍguez, Riaza (Segovia)
Por qué la he premiado… Por la oportuna mirada a unos tiempos, no tan lejanos, en los que vivíamos aún más indefensos.
La mano de mi padre
Últimamente, me viene un recuerdo recurrente. Cuando era pequeño, mi padre me llevaba al colegio de la mano, para mí era una mano enorme, firme pero suave, con un calor reconfortante. Me gustaba ir de su mano, yo con el pulgar le solía acariciar el dorso de la suya, él no decía nada, pero yo percibía como se le dibujaba una sonrisa en su cara. Hace tres años que mi padre falleció, la semana anterior a su marcha tuve la suerte de estar con él tres días, lo pasamos genial, fuimos a visitar sus sitios preferidos, paseamos, comimos y reímos, hablamos y descansamos, pero además… me dio la mano, igual que cuando yo era niño, recuerdo que percibí las mismas sensaciones de mi infancia, y volví a ver esa sonrisa en su cara. Instintivamente mi pulgar acarició el dorso de su mano y volví a ver esa sonrisa en su cara, no verbalizamos nada, pero nos lo dijimos todo. Antes de despedirnos de esos tres días, me preguntó si lo habíamos pasado bien, yo le dije que estupendamente. No le pude volver a coger la mano, marchó como él quería, rápido y tranquilo. Ahora tengo muchas manos amigas, la de mi mujer, las de mis dos hijos, la de mi madre, las de mis ocho hermanos, y muchas más, pero estos días tan señalados echo en falta su mano, grande, suave, fuerte y reconfortante. Felices fiestas, aita. P. D.: dedicado a todos los que este año no han podido despedirse cogiendo la mano a su ser querido.
Eduardo Martín Goitia. Bilbao
Confinados en el instante
La tecnología digital nos confina en el instante. La dimensión de la temporalidad se transforma en un constante presente. Los diseños actuales de la tecnología digital propician la destrucción de nuestra concentración y potencian nuestras ansias de novedades, imágenes, estímulos. De este modo se logra fidelizar al individuo a los dispositivos digitales, encargados de extraer continuamente los datos personales con los que predecir y condicionar su comportamiento futuro. Este encierro en el presente es una muestra de animalización; es lo propio de los animales inferiores, que carecen de thymós, valentía, entendida como la capacidad para posponer el placer del momento. Para evitar la digitocracia, es imprescindible una decidida acción política y jurídica al menos en dos planos. De un lado, configurando una arquitectura de la tecnología digital que, en lugar de servir a la eficiencia de los mercados y los Estados, se ponga al servicio de la libertad y la igualdad humanas, garantizando un acceso igualitario y completo a la información, propiciando la participación social libre y reflexiva, minimizando el acceso y la conservación de los datos personales y estableciendo una gestión pública de los mismos, concebidos como bien común. De otro, proclamando unos nuevos ‘neuroderechos’ que nos protejan frente a la manipulación de la mente: los derechos a la libertad cognitiva, la privacidad mental, la integridad mental y la continuidad psicológica.
Pedro García. Sant Feliu de Guíxols (Girona)
Covidad 2020
En este año tan extraño y difícil que nos ha tocado vivir, ha llegado también la Navidad. No como la conocíamos hasta ahora. No se puede celebrar como nos gusta o como lo hemos hecho hasta ahora. A la dificultad de sobrevivir a esta pandemia se añade la celebración de estas fechas tan entrañables de nuestro calendario. ¿Cómo se le explica a una madre octogenaria que este año no puede cenar con todos sus hijos juntos? Que así la estamos protegiendo. ¿Cómo se ponen de acuerdo todos los hermanos si algunos creen que deben cenar separados y otros creen que no pasa nada por juntarse? A la difícil situación que ya estamos viviendo se añade la de convencer a la familia cercana de que si no nos juntamos es para protegernos todos y sobre todo a la persona mayor de la familia. ¡Qué difícil! Pero digo yo, si este año no hemos podido celebrar ni cumpleaños ni fiestas ni vacaciones, si hemos estado confinados en nuestras casas sin poder salir, ¿por qué nos han permitido celebrar la Navidad? Llevan amenazando con que va a llegar una tercera ola desde antes de las fiestas. Entonces ¿por qué nos han permitido juntarnos a cenar? ¿Qué hubiese pasado si nuestros políticos nos dicen que este año cada uno celebra la Navidad en su propia casa y con sus convivientes? Nada, no hubiese pasado nada. En este año que llevamos no hubiese pasado nada por no celebrar estas entrañables fechas. O sí, hubiese pasado mucho. Se hubiesen evitado problemas familiares. Quizá no hubiese llegado la tercera ola. Y quizá también se hubiesen salvado vidas.
P. N. L. Pamplona
Es la guerra, estúpido
Como en la guerra, vamos salvando objetivos a cambio de un número asumible o justificado de bajas. En toda contienda los generales se reúnen, determinan estrategias, calculan sus consecuencias, informan a las autoridades y finalmente toman decisiones. Dolorosas, por supuesto. En la guerra suelen ser jóvenes soldados. Aquí y ahora, por lo que parece, para salvar las fiestas, los que han de morir son viejos y enfermos. ¿Recibirán medallas al valor? ¿Haremos funerales con féretros embanderados? Es verdad, esto no es la guerra. «Es la economía, estúpido». Aquí no hay medallas ni diplomas ni honores que reconocer. Solo hay dinero. ¿No te ha tocado tu parte? Lo siento, es probable que no se haya calculado bien para todos.
Gustavo Santos Galiñanes. Pontevedra
Descubrí a mi padre a los 85 años
El 1 de mayo de 2019 vi cómo se escapaba la vida de mi padre, a 120 kilómetros del hospital más cercano. La ambulancia tardó tres horas en venir. Cuando le atendieron en urgencias, me informaron de su estado crítico. Me preguntaron qué calidad de vida tenía. Lo único que pude decir es que quería que viviese. Al momento había nueve personas a su alrededor, entre médicos y enfermeros. A los dos meses mi padre ingresó en una residencia porque necesitaba ayuda. Empecé a ir a verle todos los días. Así comenzaron los encuentros con un padre al que casi no había tratado. Pasamos horas juntos, revivió el pasado y le fui conociendo cada vez más. Hace unos meses le diagnosticaron un cáncer de colon. Recuerdo cuando la médica me dio la noticia. Solo le supe dar las gracias por todo lo que estaban haciendo por él. Le dije con lágrimas que hacía un año le habían salvado la vida y que gracias a ese esfuerzo, viendo en una persona de 85 años a un ser humano a quien salvar, he podido disfrutar de mi padre. Y estos meses van a ser los mejores recuerdos que conserve de él. Se ha recuperado fenomenal de la operación. Hace pocas semanas cogió el virus, pero en lo único en lo que le ha afectado es en su buen humor: cada día está más simpático. En lo que a mí respecta, ha sido una oportunidad para cambiar mi visión, para madurar… y para recuperar a un padre.
Eva Roche Benedí. Zaragoza
Un árbol español en Navidad
En la zona más emblemática de Santander se halla el barrio de Puertochico, en cuyo centro una rotonda se adorna todo el año con una gran bandera de España. En noviembre se cambió por un enorme árbol navideño engalanado con luces de los colores de nuestra bandera nacional. Varias críticas en un diario santanderino censuraban la idea tachándola de ‘facha’. El árbol navideño de Puertochico, en contra de lo dicho por estos censores que, sumidos en las redes de la confusión, acusan como «un apropiamiento de la derecha», es un sincero, esperanzador y reconfortante mensaje para personas de toda ideología y de buena voluntad, que reconoce en su bandera y a través de un motivo navideño el dolor, el esfuerzo, el sacrificio y la tristeza que un pueblo con más de medio milenio de existencia está sufriendo por causa de la pandemia que nos asola. Un homenaje para todos los españoles en esta triste Navidad. Nada más. Y nada menos. Querer ver política en unos colores que son de todos y que resalta ahora Puertochico como símbolo de unión y fraternidad es no querer entender lo elemental. Nada que ver con izquierda ni derecha. Todo que ver con un pueblo que lucha unido, por más que haya quien quiera verlo roto, por la alegría, la justicia y la felicidad.
Ito López-Alonso SantibÁñez. Santander
La entrada Neuroderechos aparece primero en XLSemanal.